Santiago Alba Rico *

Este es el mito inmigrante, que se parece
bastante a la historia de verdad. Luego están los mitos de la
izquierda, siempre bienintencionados pero a veces un poco patéticos, que
pretenden que todos los inmigrantes son buenos, todos los negros
valientes y todos los extranjeros pobres víctimas de explotación y
racismo. Este mito es mitad carne y mitad pescado, pues al vincular
datos objetivos a datos subjetivos ignora el derecho de las víctimas a
ser astutas, violentas o incluso de derechas. De hecho, la explotación y
el racismo no suelen ayudar mucho a perfeccionar la condición moral de
quienes los sufren. Frente a los mitos inmigrantes y los mitos de la
izquierda, está luego el realismo de las derechas metropolitanas: los
inmigrantes degradan “nuestra” sanidad, “nuestra” educación y “nuestra”
seguridad. Es un hecho, ¿no? Es una evidencia, desde luego, de lo que yo
llamaría -con el mayor respeto hacia el gremio- “empirismo del taxista madrileño”:
de la experiencia vivida -un negro que le robó la caja del día, un moro
que intentó venderle droga, un ecuatoriano borracho que pegó a su mujer
en el asiento trasero- extrae las naturales conclusiones que luego
partidos, gobiernos y policías convierten en discursos políticos y
prácticas represivas. La experiencia es la experiencia y las
consecuencias son las consecuencias; y la consecuencia del “empirismo
del taxista madrileño” es la criminalización de Mamadou, convertido en
“enemigo interno”, y apaleado, encerrado y devuelto a Casamance con
esposas y magulladuras.
900 millones de personas se mueven por el mundo todos los años. No
son emigrantes. Son turistas que viajan libremente a Senegal, a Túnez, a
Tailandia, a Egipto por poco dinero y sin ningún peligro. Gastan poco,
destruyen los recursos locales y generan dependencias neocoloniales que
convierten a los nativos en inmigrantes en sus propios países, donde son
perseguidos y reprimidos como si estuvieran en París o Madrid. Esto
también es un hecho. Y sin embargo a nadie se le pasa por la cabeza
prohibir el turismo, no obstante la destrucción ecológica y social que
genera. Aún más: todo el mundo consideraría una medida totalitaria la de
un país del Tercer Mundo que, para proteger a sus conciudadanos de los
efectos comprobadamente perniciosos del turismo, impidiese la entrada a
los extranjeros que quieren ver las Pirámides o persiguiese y deportase a
los clandestinos que sorprendiese fotografiando el Tah Mahal. Pues
bien, entre esos 900 millones de turistas que viajan todos los años
(cifra 100 veces inferior a la de los emigrantes desplazados) muchos
pertenecen a las clases trabajadoras europeas. Cuando hablamos de
limitar o combatir la inmigración en nuestros países y de hacerlo en
nombre de esa clase trabajadora, estamos legitimando -y movilizando y
explotando- el voto insolidario de españoles -o italianos o franceses-
que reclaman su derecho a viajar a Senegal y, al mismo tiempo, su
derecho a impedir que los senegaleses viajen a España. Es decir, estamos
aceptando como natural un doble rasero de consecuencias materiales
éticamente más que dudosas: nosotros tenemos derecho a viajar a Senegal,
los senegaleses no tienen derecho a viajar a España. Más aún: nosotros
tenemos el derecho “universal” de viajar a Túnez y tenemos además el
derecho “español” de impedir a los tunecinos viajar a España. El
ministro inglés Benjamin Disraeli, muerto en 1881, gran escritor e
intelectual, hombre muy inteligente, enorme orador y también impulsor
de la política imperialista más agresiva de la historia de Inglaterra
(guerras coloniales de Afganistán y Sudáfrica, anexión de las Islas
Fidji, propietario del Canal de Suez, promotor de la coronación de la
reina Victoria como emperatriz de la India) lo decía de un modo muy
claro, con mucha valentía, sin ningún complejo: los derechos de los
ingleses están por encima de los derechos humanos.
Es un hecho que los inmigrantes “molestan” a la clase trabajadora
española. Molestan mucho menos a los ricos porque los ricos no viven ni
en España ni en ninguna parte, aunque luego hagan discursos
nacionalistas encendidos que les permiten seguir en ninguna parte, con
piscina y seguridad privadas. Pero sí, es un hecho: los inmigrantes
“molestan” a los trabajadores españoles. No nos preguntemos por qué; no
escuchemos el mito de Mamadou; no contemos historias. Vale. Pero sepamos
al menos lo que significa guiar nuestras políticas por la evidencia de
esa “molestia”. Porque es un hecho también que los inmigrantes van a
seguir llegando. Nos guste o no, van a seguir llegando; no somos ya una
nación “deseable”, como en los años 90, y el discurso anti-inmigración
(mientras nuestros jóvenes emigran a su vez) sirve de propaganda también
de la “marca España”, pero van a seguir llegando. Es un hecho. Vienen
huyendo de dictaduras que los tratan como inmigrantes en sus propios
países o del hambre o para mejorar su situación personal y las de sus
familias o sencillamente para correr una aventura juvenil. Están
reivindicando su derecho “universal” al movimiento, como el tornero o el
carnicero de Móstoles que van a Dakar. No nos hagamos preguntas, no nos
contemos historias. Pero sepamos que van a seguir llegando y que para
impedirles entrar tendremos que reivindicar nuestro derecho “español” a
movernos (nosotros) e inmovilizar (a los otros) y eso implica
-sepámoslo, sí- pactar con dictaduras siniestras para que los encierren
en campos de concentración o los hagan desaparecer en el desierto,
ponerlos en manos de traficantes de carne humana para que perezcan en el
mar (20.000 personas en los últimos veinticinco años, sin contar las
desaparecidas), instalar cuchillas en vallas de seis metros para que se
claven en ellas como aceitunas, encerrarlos en CIEs peores que las
cárceles, perseguirlos como a judíos por las calles del mundo, por su
color o su aspecto, y deportarlos esposados y drogados de vuelta a sus
lugares de origen. La izquierda es a veces aficionada a la demagogia,
pero las cifras dan cierta verosimilitud a la descripción del teólogo Hinkkelammert,
quien habla de un “genocidio estructural” en las fronteras. Sepámoslo:
eso es el derecho “español”, el derecho de los “trabajadores españoles”:
la complicidad en un “genocidio estructural”. ¿Alguien se atreverá a
defender ese derecho “español”, con valentía y sin complejos, desde la izquierda?
No lo creo. Si alguien pretendiera ganar votos defendiendo los
“derechos españoles” de la clase trabajadora por encima de los Derechos
Humanos, estaría pretendiendo ganar votos con la muerte, la tortura y la
exclusión. No lo llamemos “racismo”: no es por el color de su piel, es
que nos molestan, nos empobrecen, degradan “nuestra” sanidad y “nuestra”
educación y “nuestra” seguridad. ¿Cómo lo llamamos? Elijamos libremente
el nombre. Durante una conferencia sobre refugiados en 1938, el
delegado suizo justificó la negativa de su gobierno a aceptar fugitivos
judíos procedentes de Europa: “los suizos no somos racistas y no
queremos empezar a serlo”. No eran racistas: arrojaban los judíos a las
garras de los nazis.
¿Abrir las fronteras? Por supuesto. Ese es el programa mínimo de
cualquier izquierda que crea en la declaración de los derechos humanos,
un programa inseparable, sin duda, de la transformación de las
condiciones económicas y culturales de nuestros país y del mundo, lo que
implica trabajar con las clases trabajadoras, no copiar mecánicamente
-como hacen las ultraderechas europeas- el programa mental del empirismo
del taxista madrileño. Como bien explica Eduardo Romero [1],
el capitalismo es al mismo tiempo movilizador e inmovilizador; obliga a
huir, a reciclarse, a trasladarse y, al mismo tiempo, refuerza las
fronteras. Es decir, selecciona “mano de obra dócil y barata”. Pero
mientras no se cambien las relaciones económicas dentro de los países y
entre los países y se garantice el derecho a la libre inmovilidad,
fuente primera del derecho a la movilidad, debemos defender, como lleva
años explicando el periodista italiano Gabriele del Grande,
el derecho universal al libre movimiento. ¿Por qué? Porque si hacemos
una excepción con el derecho al libre movimiento, ¿por qué no hacerlo
con la vivienda, la educación, la salud, el habeas corpus, el voto,
etc?. No olvidemos que también es un hecho, empíricamente
demostrable, que no se puede pagar a los bancos y además la sanidad, la
deuda y además la educación, la corrupción de empresarios y políticos y
además una policía democrática.
¿Que abrir las fronteras puede ser el caos, que nuestras clases
trabajadoras nativas pueden tener que pasarlo mal? No tan mal, según los
datos: la mayor parte de la emigración subsahariana es intra-africana,
la mayoría de los inmigrantes son “temporeros” que quieren volver a sus
países de origen y España tiene una población escasa y vieja y mucho
espacio. Pero incluso si fuera así, si el resultado fuera el caos, habrá
que reprochárselo a nuestros gobiernos; que se lo hubieran pensado
antes de robarle su pescado y sus tierras a Mamadou en nombre de la
democracia y los derechos humanos. En esta cuestión no hay matices; no
se puede ser de “centro”. Todo el que se apoye en el empirismo del
taxista madrileño, en lugar de transformarlo, está haciendo lo mismo que
el Frente Nacional en Francia: está aceptando que los derechos de los
españoles están por encima de los derechos humanos y que hay que
defenderlos por cualquier medio. Esa es la lógica compartida por
todos los partidos del arco político europeo, con excepción -o así
debería ser- de la izquierda.
Y ahora, por cierto, que los españoles vuelven a emigrar, ¿qué
haremos para defender sus derechos “españoles”? ¿Cuáles son los derechos
“españoles” en el extranjero? O son los derechos “universales” o mucho
me temo que, a poco que España caiga a la tercera división de la
soberanía capitalista, nos devolverán a nuestros hijos esposados y
magullados, como le ocurrió a Mamadou, que creía estar descubriendo un
continente y descubrió el fascismo.
[1] Si vis pacem. Repensar el militarismo en la época de la guerra permanente. Textos de las jornadas Antimilitaristas de Barcelona, sept. de 2010. VV.AA. (Bardo Ediciones).
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