La polis reinventada: “Una perspectiva de una elección ética y política de la diversidad. Se trata de instaurar una ciudad subjetiva, reorientando las finalidades tecnológicas, científicas y económicas, las relaciones internacionales y la gran maquinaria de los medios de comunicación. Deshacerse de un nomadismo falso que, de hecho, nos deja allí donde estábamos, en el vacío de una modernidad exangüe”.
jueves, 8 de mayo de 2014
domingo, 30 de marzo de 2014
Los juzgados practicaron 67.189 desahucios en inmuebles durante 2013: 184 diarios
Europa Press | El Diario | 28/03/2014
Los Juzgados de Primera Instancia y
Mixtos practicaron 67.189 desahucios en todo tipo de inmuebles en 2013,
unos 184 diarios, de los que el 38,5% derivó de ejecuciones
hipotecarias, el 56,8% de la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) y el
4,8% de otras causas, según datos del Consejo General del Poder Judicial
(CGPJ). La institución recuerda que estos datos sobre lanzamientos se
empezaron a recoger en 2013, por lo que no se pueden comparar con los de
años anteriores.
Cataluña fue el territorio con más
lanzamientos practicados, el 23,8% del total, seguido por la Comunidad
Valenciana (14,6%), Andalucía (13,8%) y Madrid (13%).
En cuanto a las ejecuciones hipotecarias
iniciadas en 2013 (los expedientes abiertos durante el año pasado),
alcanzaron las 82.860, un 9,8% menos que el año anterior. Además, todos
los trimestres del año presentaron descensos interanuales, que en el
caso del último fue del 1,1%, hasta las 24.076 ejecuciones.
La cifra más elevada de ejecuciones
hipotecarias iniciadas en 2013 se dio en Cataluña y Andalucía, con el
22,2% del total en ambos casos, seguidas de la Comunidad Valenciana
(14%) y Madrid (10,3%).
El CGPJ cita entre las posibles causas
de este descenso la Ley de medidas para reforzar la protección de
deudores hipotecarios, reestructuración de deuda y alquiler social, así
como la ley de medidas de flexibilización y fomento del alquiler, que
suprime la diligencia de lanzamiento cuando el demandado atiende al
requerimiento en cuanto al desalojo sin formular oposición ni pagar la
cantidad que se reclama.
Por último, en cuanto a los
procedimientos monitorios (reclamaciones de deudas que consten por
escrito), se presentaron 563.176 en 2013 en los Juzgados de Primera
Instancia y de Primera Instancia e Instrucción, un 19,5% menos respecto a
2012. Una posible explicación de este descenso, apunta el CGPJ, sería
el proceso de implantación de las tasas judiciales.
Fuente: http://www.eldiario.es/economia/Juzgados-practicaron-desahucios-inmuebles-diarios_0_243575817.html
Los juzgados practicaron 67.189 desahucios en inmuebles durante 2013: 184 diarios, 5.0 out of 5 based on 1 rating
GRAN HERMANO EN EL SUPERMERCADO
Asociamos la compra en el supermercado a modernidad, autonomía, libre
elección, pero hay pocos lugares en el mundo, que formen parte de
nuestra vida cotidiana, tan controlados y monitoreados como dichos
establecimientos. Tras nuestra adquisición, aunque no lo parezca, hay
mucho en juego. De aquí que en un supermercado nada queda al azar. Todo
está pensado para que compremos, y cuanto más mejor.
Un laboratorio llamado ‘súper’
Llegamos al ‘súper’ y unos carteles, en general de colores claros,
nos dan la bienvenida animándonos a entrar, a menudo acompañados de
ofertas reclamo que anuncian precios muy baratos. Cogemos el carrito de
la compra, tan grande que mucho hay que llenarlo para que no parezca
vacío, y empezamos la búsqueda de lo que necesitamos por innumerables
pasillos con estanterías rebosantes de productos. El carro por más que
lo lleves recto siempre gira de cara al estante y allí ves, como quien
no quiere la cosa, un nuevo artículo que no esperabas y lo sumas al
pedido.
Necesitas leche y yogures y toca atravesar todo el centro comercial
para conseguirlos. ¿Por qué pondrán siempre lo que más te hace falta al
final del establecimiento? De camino, un hilo de música con ritmo suena
de fondo, ni lo escuchas pero allí está animándote a comprar. Miras
precios y no entiendes porqué nunca los importes son redondos, siempre
acaban con decimales, haciendo muy difícil la comparación entre unos y
otros. Suerte que te fijas en todos aquellos que acaban en 9, y así
ahorras un poco. Aunque, tal vez, tampoco haya tanta diferencia entre
pagar un céntimo más o menos. Eso sí, el producto parece más barato.
Toca pararse, dos carritos con gente comprando en medio. Y me
pregunto, ¿por qué harán los pasillos tan estrechos? En fin. Aprovecho
para mirar a un estante y a otro y allí está esa bolsa de patatas fritas
que no me conviene mirándome de frente. Va, no vendrá de aquí… ¡al
carro! Avanzo ahora buscando el paquete de arroz que necesito pero ya lo
han cambiado otra vez de lugar. No entiendo por qué cada x tiempo
mueven los productos de sitio. Cuando ya me sé la ruta de memoria, me
toca, de nuevo, dar mil vueltas antes de encontrar lo que necesito. Eso
sí, al reaprender el camino descubro nuevos productos con los que antes
ni me había fijado.
Sólo me queda coger el detergente. En la droguería y a la altura de
los ojos veo esa marca que dicen por la tele deja la ropa tan limpia.
Tomo el envase y, por casualidad, miro el precio… ¡qué caro! Devuelvo la
unidad. Observo arriba y abajo en la estantería y allí encuentro otra
marca menos conocida pero más económica. Me agacho y la agarro. ¿Por qué
la pondrán en un lugar más difícil de coger? Llega el momento de pasar
por caja. En la cola y aburrida por la espera veo esos chocolates,
caramelos, golosinas… y a solo un palmo. Imposible decir “no”. Venga, un
día es un día, a la cesta.
Analizando mi “recorrido”, me planteo ¿cuántas cosas he comprado que
no necesitaba? ¿He adquirido los productos que me interesaban? Se
calcula que entre un 25% y un 55% de nuestra compra es compulsiva, fruto
de estímulos externos. Lo metemos en el carro aunque no nos haga falta.
Y al pasar ante una estantería, un 20% compramos antes la marca que se
encuentra a la altura de los ojos que otra cualquiera, sólo por
comodidad, aunque esas otras sean más baratas. Sin ser conscientes,
somos conejillos de indias en un gran laboratorio llamado ‘súper’.
Sonríe, te graban
Nuestros movimientos en un supermercado nunca pasan desapercibidos,
una cámara u otra, colocada aquí o allá, lo registra. Pero, ¿qué se hace
con esas imágenes? ¿Sabemos cuándo nos están grabando? ¿Podemos acceder
a esas filmaciones? El profesor Andrew Clement de la Universidad de
Toronto y fundador del Instituto de Identidad, Privacidad y Seguridad
señala nuestra indefensión ante estas prácticas. Según un estudio llevado a cabo por su equipo
en Canadá, ninguna de las cámaras colocadas en los mayores centros
comerciales canadienses cumplía los requisitos de señalización a los que
obligaba la Ley. Aquí, en Europa, la polémica, también, está servida.
No tenemos ni idea de qué ni cómo ni cuándo graban ni qué hacen con las
imágenes.
La cadena de supermercados Lidl protagonizó uno de los mayores
escándalos cuando, en marzo del 2008, se descubrió que espiaba
sistemáticamente a sus trabajadores en varios establecimientos de
Alemania mediante mini-cámaras colocadas en lugares estratégicos. Cada
lunes, según destapó el semanario alemán Stern, un equipo de detectives
instalaba entre cinco y diez cámaras a petición de su dirección con el
pretexto de evitar robos. Sin embargo, dichas cámaras servían para
controlar a los trabajadores, grabar sus conversaciones y elaborar
detallados perfiles personales. No se trata de un caso aislado. Su
competidora Aldi fue acusada, en marzo del 2013, de espiar a sus
empleados en varios supermercados de Alemania y Suiza mediante cámaras
ocultas, según filtró la revista alemana Spiegel.
Aquí, la Agencia Española de Protección de Datos abrió un proceso
sancionador a Alcampo por espiar a sus trabajadores. A finales del 2007,
Alcampo instaló en secreto en un hipermercado de Ferrol tres cámaras
ocultas en espacios reservados al personal. Semanas después, utilizó el
contenido de dichas cintas para despedir a un empleado y sancionar a
otros once.
Los consumidores somos, también, objeto de voyeurismo. Lo último, lo
estrenó la cadena de supermercados Tesco, a finales del 2013, en Gran
Bretaña. La empresa instaló en 450 gasolineras pequeñas cámaras con el
objetivo de escanear el rostro de sus clientes en la cola del
establecimiento a fin de detectar su edad y sexo y ofrecerles la
publicidad más acorde a sus perfiles. La película de ciencia ficción
‘Minority Report’ de Steven Spielberg hecha realidad, aunque los
anuncios personalizados a partir de la lectura de la retina, como salía
en el film, parece no tendrán que esperar al 2054.
Nuestra vida en una tarjeta
“¿Tiene tarjeta cliente?”, ya es un ritual que nos lo pregunten al
pasar por caja. Y si no la tienes, nos ofrecen un mar de ventajas,
descuentos y recompensas tras la misma. De este modo, corremos a
rellenar el formulario, apuntando todos nuestros datos, sin apenas leer
lo que firmamos, para poder acceder cuanto antes a tan fantásticas
promociones. Sin embargo, ¿qué sucede con la información que damos?
¿Quién la usa? ¿Para qué fines? Esto es algo que no nos cuentan al
registrarnos.
Los supermercados son los reyes de las tarjetas de fidelización. Nos
ofrecen regalos, descuentos, puntos… si una vez y otra y otra y otra
pasamos por su caja. Más allá de contar con nuestra fidelidad, las
empresas de la gran distribución buscan, mediante estas tarjetas
cliente, conocerlo todo o casi todo de nuestra vida privada: quiénes
somos, qué edad tenemos, estado civil, preferencias, hobbies. Al margen
de lo que dice la ficha que rellenamos, las compras periódicas que
realizamos quedan, a partir de entonces, registradas para siempre en
nuestro archivo: si nos gusta o no el chocolate, si preferimos la carne
al pescado, qué café, pastas, bebidas, conservas, verduras… tomamos. Lo
saben todo.
Las compañías almacenan estos datos y los utilizan vía marketing para
mejorar sus ventas. Así, conocen quién consume qué y cuándo, pudiendo
realizar exhaustivos perfiles de sus compradores. A partir de ese
momento, nos ofrecen todo aquello que “necesitamos” y lo compramos
encantados. Nuestra vida privada en manos de las empresas se convierte
en una nueva fuente de negocio. Nosotros, ni nos enteramos.
El rastro de lo que compramos
Dicen que comprar en el supermercado del futuro será más práctico,
cómodo, ágil, rápido y no tendremos que hacer colas ni pasar por caja.
Todo, gracias, entre otros, a la tecnología de identificación por
radiofrecuencia o etiquetas RFID. Unas etiquetas que contienen un
microchip y que registran información detallada sobre la “vida” del
producto en el que se encuentran. Son como un número de serie único que
almacena y emite, a través de una antena, datos específicos sobre ese
artículo.
Así, en un futuro no tan lejano, parece, podremos entrar en un
supermercado, coger un carrito de la compra “inteligente”, cargarle en
su base de datos la lista de la compra, dejar que nos guie al encuentro
de dichos productos, darnos información sobre los mismos e ir calculando
el total que llevamos gastado. Y al salir, no será necesario pasar por
caja, al llevar cada producto una de estas etiquetas incorporadas, una
antena receptora los identificará y el total nos será cargado
directamente en nuestra cuenta… y sin hacer colas. ¿Qué más podemos
pedir?
El problema reside, como han señalado grupos de consumidores en Estados Unidos, como CASPIAN (Consumidores contra la Invasión de la Privacidad de los Supermercados) y EPIC
(Centro de Información sobre Privacidad Electrónica), en el control que
estos sistemas ejercen sobre las personas. Nadie evita, por ejemplo,
que dichas etiquetas puedan continuar acumulando información una vez
fuera del supermercado, siguiendo cada uno de los pasos de los productos
y de nosotros como consumidores.
Hoy, encontramos estas etiquetas RFID en algunos productos de los
supermercados, las cuales conviven con los tradicionales códigos de
barras. Su coste, sin embargo, limita de momento y en parte una mayor
generalización. Aunque, según el Instituto Nacional de Tecnologías de la Comunicación y la Agencia Española de Protección de Datos
cada vez es más frecuente encontrarlas en el etiquetado de prendas de
ropa y calzado así como en sistemas para la identificación de mascotas,
tarjetas de transporte, pago automático en peajes, pasaportes, entre
otros, poniendo en riesgo nuestra privacidad.
Nos quieren hacer creer que los centros comerciales son sinónimo de
libertad. Ahora, Caprabo apela, en su publicidad, al “librecomprador”
que llevamos dentro. “Te lo damos todo para que seas libre de escoger lo
que más te gusta”, dice. Sin embargo, la libertad de escoger no está en
el supermercado sino fuera de él.
.
martes, 25 de marzo de 2014
ADOLFO SUÁREZ Y LA SOMBRA ALARGADA DEL FRANQUISMO

La muerte de Adolfo Suárez ha desatado
una avalancha de artículos que elogian su legado político. Se destacan
su espíritu dialogante, su voluntad de reconciliación, su astucia y su
valentía. Entre sus logros, se citan la legalización del PCE, los Pactos
de la Moncloa y su dignidad durante el 23-F. No está de más recordar
que Suárez hizo una próspera carrera en el seno de dictadura franquista.
Protegido por Fernando Herrero Tejedor, ocupó sucesivamente los cargos
de Jefe del Gabinete Técnico del Vicesecretario General, procurador en
Cortes por Ávila, Gobernador Civil de Segovia, Director General de RTVE y
Vicesecretario General del Movimiento. Después de la muerte de Franco,
Torcuato Fernández Miranda convenció a Arias Navarro para que le
nombrara Ministro Secretario General del Movimiento. Una carrera
fulgurante que abarca el período comprendido entre 1958 y 1975. En esos
diecisiete años, se ejecutaron al comunista Julián Grimau (20 de abril
de 1963), los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado (13 de
agosto de 1963), el joven anarquista catalán Salvador Puig Antich (2 de
marzo de 1974) y tres militantes del FRAP y dos de ETA (27 de septiembre
de 1975). En el caso Granados, Delgado y Puig Antich, se utilizó el
garrote vil. Algunos dirán que Suárez no ordenó esos crímenes, pero ese
argumento no vale como excusa. No puedes pertenecer al gobierno de una
dictadura que ha cometido un genocidio y ha institucionalizado la
tortura, sin adquirir una vergonzosa complicidad con sus crímenes.
Casi nadie recuerda el nombre de las
víctimas de la época en que Suárez era un exitoso político del régimen
franquista, pero yo sí quisiera evocar dos casos particularmente
trágicos. El 18 de diciembre de 1974 Mikel Salegi circulaba con otros
estudiantes por el barrio donostiarra de Errekalde, cuando la Guardia
Civil ametralló su vehículo. Salegi recibió 17 impactos de bala. Sus
acompañantes intentaron trasladarlo a un hospital, pero la Guardia Civil
se lo impidió y murió desangrado. Durante el funeral, la Policía Armada
irrumpió en la iglesia, apaleando a los asistentes y detuvo a la madre
de Salegi. El 20 de enero de 1975, Víctor Manuel Pérez Elexpe repartía
octavillas en Portugalete (Bizkaia), reclamando solidaridad con la
huelga de los mineros encerrados en el Pozo de Esparza (Nafarroa),
cuando un policía de paisano le pegó cinco disparos a quemarropa,
causándole la muerte. La Ley de Amnistía aprobada por el gobierno de
Suárez en 1977, con el apoyo de la mayoría de las fuerzas políticas,
garantizó la impunidad de los responsables de estos crímenes. El 10 de
febrero de 2012, Navanethem Pillay, representante de la Oficina del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, pidió
formalmente al Estado español que derogara la Ley de Amnistía de 1977,
alegando que incumplía las normas internacionales sobre la
imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y los crímenes contra la
humanidad. El gobierno de Mariano Rajoy, que hoy elogia a Adolfo Suárez
con palabras altisonantes, ignoró la petición.

La policía y la Guardia Civil siguieron
disparando y torturando durante los años de gobierno de Adolfo Suárez.
El 3 de junio de 1979 el guardia civil José Martínez Salas mató de un
disparo en la cabeza a Gladys del Estal en Tudela. Gladys, de 23 años,
participaba en una manifestación antinuclear y antimilitarista. El
gobierno afirmó que había sido un accidente y los tribunales condenaron a
18 meses de prisión a Martínez Salas, estimando que se había tratado de
una imprudencia temeraria. El agente no ingresó en prisión. De hecho,
volvió al servicio y años más tarde fue condecorado. Algo parecido
sucedió con los agentes que el 13 de diciembre de 1979 ametrallaron a
los estudiantes José Luis Montañés Gil y Emilio Martínez Menéndez,
mientras protestaban contra la Ley de Autonomía Universitaria. Las
generaciones más jóvenes tal vez piensan que la “guerra sucia” contra
ETA empezó con los GAL, pero ya existía en la época de Suárez, que se
limitó a proseguir la línea trazada por el franquismo. El 21 de
diciembre de 1978 una bomba acabó en Angelu con la vida de José Miguel
Beñarán Ordeñana, “Argala”. Reivindicó el atentado el Batallón Vasco
Español, compuesto por militares españoles vinculados al SECED. La
credibilidad de un Suárez de profundas convicciones democráticas se
tambalea cuando reparamos en el historial de dos de sus más estrechos
colaboradores: el general Gutiérrez Mellado, capitán del Servicio de
Información y Policía Militar (SIPM) durante los años más duros de la
posguerra, y Rodolfo Martín Villa, investigado actualmente por la
justicia argentina por su responsabilidad en la masacre de
Vitoria-Gasteiz el 3 de marzo de 1976. Gutiérrez Mellado desempeñó un
papel esencial en la represión de las células comunistas, socialistas y
anarquistas que intentaban organizarse en la clandestinidad después de
la victoria de Franco. Los éxitos del SIPM incluyen el fusilamiento de
las 13 Rosas. La hoja de servicios de Martín Villa no es menos
siniestra. En colaboración con el supercomisario Roberto Conesa,
organizó el intento de asesinato del líder independentista Antonio
Cubillo, y el atentado contra la sala Scala de Barcelona, que le costó
la vida a tres trabajadores. Los archivos de la Brigada Política-Social,
la Policía Nacional, la Guardia Civil y los servicios de inteligencia
siguen cerrados a cal y canto y nada insinúa una posible
desclasificación. La impunidad es la seña de identidad de la Transición y
no su carácter pacífico y modélico.

Suárez nunca pidió perdón por su
implicación en la dictadura franquista, pues su famosa Reforma consistió
en actualizar el régimen para homologarlo con las democracias europeas.
En el Estado español, no hubo juicios por los delitos de lesa humanidad
ni una triste Comisión de la Verdad que clarificara el pasado y honrara
a las víctimas. En cambio, se redactó una Constitución que consolidaba
la Monarquía como forma del Estado e investía a la figura del Rey de una
antidemocrática inviolabilidad. Se estableció un sistema electoral que
favorecía el bipartidismo y se marginó (o desactivó) a la izquierda
revolucionaria. Los Pactos de la Moncloa liquidaron el poder sindical,
reemplazando las asambleas por comités de empresa elegidos cada cuatro
años, cuya misión se limita a negociar acuerdos sectoriales. Suárez
sufrió una severa campaña de desprestigio que forzó su dimisión. Juan
Carlos I, su gran amigo y cómplice, se deshizo de él cuando la situación
se volvió incontrolable por culpa de la crisis económica, la “Guerra
del Norte” (nunca reconocida como tal) y el malestar de las Fuerzas
Armadas. De momento, es imposible formular hipótesis verificables sobre
el 23-F, pero todo indica que se trató de una maniobra parecida a la del
25 de noviembre en Portugal, cuando un golpe de estado dirigido por el
general Ramalho Eanes puso fin a la “Comuna de Lisboa”, el proceso
revolucionario encabezado por el teniente coronel Otelo Saraiva de
Carvalho. En el caso español, no había un proceso revolucionario, pero
sí un cuadro de insurgencia en Euskal Herria y unos niveles de desempleo
que amenazaban la paz social. Al igual que en Portugal, se creó
entonces una sólida alianza entre la socialdemocracia y las Fuerzas
Armadas, pero con la peculiaridad de que en nuestro país el binomio se
sometió a la tutela del Rey, cuyo papel como Jefe del Estado se reforzó
al convertirse en el imaginario salvador de la democracia. El 23 de
marzo –es decir, un mes después del “tejerazo”- se envió a siete buques
de la Armada a patrullar el Golfo de Bizkaia, con el apoyo del
destructor Marqués de la Ensenada. El Ejército de Tierra se
desplegó en la frontera de Nafarroa, ocupando los pasos fronterizos. La
“cloaca de Madrid”, por utilizar la expresión de Suárez, se preparaba
para un nuevo capítulo de la “guerra sucia” (GAL, Plan ZEN) y para
lanzar una ofensiva contra la clase trabajadora, precarizando el empleo y
destruyendo el tejido industrial. Suárez se retiró con el título de
Duque y Grande de España. Sus intentos de regresar a la política
fracasaron, pero el desprestigio se transformó poco a poco en
mitificación. Se le convirtió en el buque insignia de la Transición,
sacrificando cualquier pretensión de objetividad.

Mi padre era escritor y periodista.
Conocía personalmente a Suárez. Coincidíamos en los veranos, pues el por
entonces presidente de RTVE tenía un apartamento en la Dehesa de
Campoamor (Alicante), donde nosotros pasábamos los meses de julio y
agosto. Nuestras familias se reunieron en una ocasión en la cafetería
Montepiedra. Creo que era el año 68. Uno de sus hijos y yo hicimos un
castillo de naipes, mientras nuestros padres hablaban en otra mesa.
Pienso que ese castillo de naipes es una buena metáfora del legado de
Suárez. Algo aparatoso y hueco. El “régimen de libertades” garantizado
por la Constitución de 1978 permitió que las actrices enseñaran el culo y
Almodóvar hilara delirantes argumentos cinematográficos sobre la
homosexualidad (Laberinto de pasiones), la pedofilia (¿Qué he hecho yo para merecerme esto?) y la violencia de género (¡Átame!).
No sé si Almodóvar pretendía ser una especie de Pasolini con toques de
Woody Allen, pero el director manchego solo añadió una pincelada de
modernidad al landismo, ese subgénero del cine español que nos retrata
como un país de paletos, aficionados al chismorreo y al chiste verde. La
Movida surgió en las postrimerías del gobierno de Suárez. Tal vez esa
apoteosis de frivolidad y cinismo constituya la mejor expresión del
cambio experimentado por España. Los nuevos tiempos permitieron que los
quioscos de prensa se llenaran de revistas eróticas y la heroína fluyera
libremente por las calles, pero –como señaló Vicenç Navarro hace mucho
tiempo- la banca y la patronal conservaron e incrementaron sus
privilegios, mientras se contenían los salarios, el gasto social y se
aplicaban reformas fiscales favorables a las rentas más altas. No es una
casualidad que sólo Letonia nos aventaje en desigualdad en la UE. Se
han decretado tres días de luto nacional para honrar la memoria de
Suárez. Yo reservaría esa manifestación de duelo para las incontables
víctimas del franquismo, que aún siguen en barrancos y cunetas,
esperando una justicia cada vez más improbable.
RAFAEL NARBONA
http://rafaelnarbona.es/
http://rafaelnarbona.es/
LA TRANSICIÓN ESPAÑOLA: EL FIN DE UN MITO
- Los que murieron asesinados por la ultraderecha o las Fuerzas de Seguridad del Estado, son los verdaderos protagonistas de un cambio político boicoteado por las instituciones heredadas del franquismo.

Durante décadas, se ha mantenido el mito
de la transición española como un proceso ejemplar, que permitió
avanzar sin traumas desde la dictadura hasta una sociedad democrática,
abierta y plural, pero cada vez se escuchan más voces discrepantes que
exigen un nuevo relato. La corrupción de la clase política y su
connivencia con las oligarquías financieras, el fraude fiscal, la
burbuja inmobiliaria, la explotación laboral, las intolerables
desigualdades sociales, la pervivencia de una monarquía cada vez más
cuestionada o el mantenimiento de una legislación antiterrorista que
viola todos los tratados internacionales sobre derechos humanos, no han
brotado por casualidad. Muchos opinamos que son la herencia de un
proceso orquestado por políticos franquistas, sin otra preocupación que
garantizar su impunidad y preservar sus privilegios.
LA ECONOMÍA
La transición española apenas afectó a
la redistribución de la riqueza. Las élites económicas conservaron el
patrimonio adquirido durante la dictadura y continúan tutelando al poder
político, que siempre se ha mostrado benevolente con sus intereses. Las
grandes familias empresariales (los March, Fenosa, Koplowitz o Meliá)
descubrieron en seguida que la democracia parlamentaria no representaba
un peligro. Su percepción fue confirmada por tres décadas, donde los
trabajadores soportaron ajustes, reconversiones e imposiciones por
decreto, pese a huelgas generales como la del 14-D de 1988, cuyo éxito
no logró que los jóvenes, los desempleados y los asalariados con
retribuciones más exiguas mejoraran sus expectativas y su precaria
calidad de vida. No es fruto del azar que el salario mínimo
interprofesional de nuestro país (641,40 euros) se halle entre los más
bajos de la Unión Europea, aventajando tan sólo a los de Portugal y
Polonia. Las diferencias sociales se han consolidado bajo los diferentes
gobiernos de la democracia. Un salario mínimo raquítico, que se utiliza
para contener las demandas de los sindicatos en la negociación de los
convenios, no ha impedido que nuestros directivos sean los mejor pagados
de Europa.

Los consejeros delegados y los altos
ejecutivos de las empresas IBEX a veces ganan cantidades que representan
360 veces el salario mínimo. Hace unos días, el Banco de España obligó
los directivos de las cajas con ayudas públicas a publicar sus sueldos,
creando un enorme malestar entre los afectados. Las cifras son
indignantes en un país con una tasa de pobreza del 25% (ingresos anuales
inferiores a 16.680 euros en una familia compuesta por dos adultos y
dos niños) y con unas perspectivas sombrías, que incluyen a corto plazo
una recesión con destrucción masiva de empleo. El presidente de Bankia,
Rodrigo Rato, percibió 2’34 millones de euros en el 2011. Adolf Todó,
presidente de CatalunyaCaixa, intervenida por el Estado después de
inyectarle 2.968 millones, cobra 1’55 millones. Mientras tanto, 700.000
personas sobreviven con menos de 3.000 euros anuales. Los altos salarios
de los ejecutivos y los beneficios empresariales sortean con facilidad
el control de la Hacienda Pública. El 82% de las empresas del IBEX 35
aseguran el capital acumulado con paraísos fiscales. El billete de 500
euros (el 65% del dinero que circula por el territorio nacional) es la
herramienta perfecta para el fraude fiscal. El 25% de estos billetes
están en nuestro país. Gracias a ellos, se defraudan 16.000 millones de
euros anuales y la economía sumergida, con casi cuatro millones de
puestos de trabajo, comete un desfalco de 32.000 millones más. En
Alemania, la economía sumergida representa el 6% del PIB. En España, el
25%. Se estima que el 86% de las fortunas con más de diez millones de
euros eluden sus obligaciones fiscales. Las mayores bolsas de evasión
fiscal están en capital mobiliario e inmuebles. Se podrían recaudar
21.000 millones de euros anuales, si los inspectores del Ministerio de
Hacienda se ocuparan de controlar y supervisar las declaraciones de la
renta de las grandes fortunas. El gobierno de Mariano Rajoy tendrá que
recortar precisamente 21.000 millones más a lo largo del 2012 para
cumplir con los objetivos del déficit impuesto por la Unión Europea.
Evidentemente, la mayoría saldrá de las rentas del trabajo y de nuevos
recortes en educación, sanidad, investigación, cultura, salarios y
pensiones. El incremento del IVA se ha aplazado para no penalizar aún
más el consumo, agravando la contracción de la economía, pero ha
prevalecido un ajuste regresivo maquillado por una ligera subida fiscal
de las rentas más altas.
LA VIOLACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS
La transición no sólo mantuvo intactas
las estructuras económicas, con su cortejo de fraude y corrupción. Los
militares y policías implicados en torturas, desapariciones y
ejecuciones extrajudiciales se beneficiaron de una amnistía sin
fundamento jurídico, pues los crímenes de guerra y los crímenes contra
la humanidad nunca prescriben y no se puede invocar la soberanía de un
país para exonerar a los responsables. Nadie ha respondido por las
muertes de Julián Grimau o Enrique Ruano, dos repulsivos crímenes de
Estado que Manuel Fraga Iribarne, justificó y encubrió desde su cargo de
Ministro del Información y Turismo. Nadie ha sido juzgado por las más
de 300.000 víctimas de la represión franquista durante la postguerra. Ni
siquiera se han exhumado las fosas clandestinas donde aún esperan
justicia 130.000 víctimas del terrorismo de Estado.

La independencia del poder judicial es
dudosa. La Audiencia Nacional se parece de forma inquietante al nefando
Tribunal de Orden Público, al que al menos formalmente reemplazó, y no
merece una consideración diferente el Tribunal Supremo, que acaba de
absolver a los guardias civiles condenados por la Audiencia de Gipuzkoa
por presuntas torturas contra los integrantes del comando de ETA que
colocó la bomba en la T4 de Barajas. El diario El País ironizó sobre la
sentencia en un valiente artículo de José Yoldi titulado: “Aquellas
costillas que se lanzaban contra las porras” (22-11-2011). El texto no
tiene desperdicio y refleja la situación de los derechos humanos en
España: “La versión del Supremo de que las lesiones fueron causadas
cuando los etarras pretendían escapar es similar a aquellas de la
Transición cuando las costillas se lanzaban contra las porras. Un
delirio. Cuando uno o dos agentes se lanzan encima de alguien le pueden
causar una, dos, o media docena de lesiones y suelen ser en el mismo
lado. ¿Ha leído el Supremo los dos interminables folios de hematomas,
equimomas, eritemas, erosiones, escoriaciones e incluso fracturas de los
partes médicos? Sarasola presentaba 18 lesiones distintas, varias de
ocho por siete centímetros, en ojo, tórax, abdomen y brazos, y Portu,
aparte de una docena de hematomas y erosiones, tenía varias fracturas
costales con colapso pulmonar y derrame pleural, además de otras
lesiones en un ojo, abdomen y piernas. ¿Semejante cantidad de lesiones
al reducir a un fugitivo? (…) Decía Chesterton: “Puedo creer lo
imposible, pero no lo improbable”. Pero usted, como el Supremo, puede
creer lo que quiera”.

La transición no fue pacífica. El 3 de
marzo de 1976 la policía española disparó contra los obreros en huelga
que se habían refugiado en una iglesia de Vitoria-Gasteiz. No era una
protesta política, sino laboral. Murieron seis trabajadores, uno de
ellos con 17 años (Francisco Aznar Clemente) y otro con 19 (Romualdo
Barroso Chaparro). Nunca se juzgó a los autores materiales ni a los que
ordenaron disparar (Manuel Fraga, Rodolfo Martín Villa y el general
Campano, comandante general de la Guardia Civil) y el 6 de junio de 2011
el PP, el PSOE y UPyD impidieron con sus votos en el Parlamento vasco
que se reconociera a los trabajadores asesinados como “víctimas del
terrorismo”. Lluis Llach compuso una hermosa canción, “Campanades a
mort”, que rendía un homenaje a los caídos, recordándonos una vez más
que la poesía es la invención más digna del ser humano, pues su esencia
no es ahondar en el yo, sino abrirse a los otros. Si buscamos el yo,
debemos perdernos en el otro, pues la existencia humana siempre es una
existencia en comunidad. Desgraciadamente, los crímenes de la policía
prosiguieron, con la misma impunidad en años posteriores. El 8 de julio
de 1978 los antidisturbios dispararon contra el estudiante Germán
Rodríguez en Pamplona, causándole la muerte. El disparo le perforó la
frente y se hizo a bocajarro. Por supuesto, no se juzgó a los
responsables.

Podría pensarse que han cambiado las
cosas, pero los hechos no corroboran esa impresión. El 6 de febrero de
2004, Theo van Boven, catedrático de Derecho constitucional y relator de
Naciones Unidas del Comité contra la Tortura, afirmó que en España no
habían desparecido la tortura ni los tratos inhumanos y degradantes.
Amnistía Internacional y Human Rigths Watch han denunciado en sus
informes anuales de 2010 que nuestro país incumple sus obligaciones en
materia de derechos humanos. Entre 2001 y 2008, sólo en Euskal Herria
5.686 personas denunciaron haber sido torturadas mientras se encontraban
bajo tutela policial o penitenciaria. Algunos casos han obtenido cierta
resonancia mediática. Martxelo Otamendi, director de Egunkaria, fue
detenido con otras diez personas en 2003, acusados de colaboración con
ETA. En esas fechas, Egunkaria era el único periódico que se editaba
íntegramente en euskera. Su intención era rescatar la iniciativa de
Eguna, el periódico editado por el Gobierno Vasco entre enero y julio de
1937. Otamendi y sus compañeros fueron brutalmente torturados por la
Guardia Civil: privación de sueño, golpes, amenazas, simulacros de
ejecución, humillaciones sexuales y la famosa bolsa, un plástico que se
adhiere a la cara, provocando inmediatamente sensaciones de asfixia.
Absueltos en 2010 por la Audiencia Nacional, los directivos de Egunkaria
no han recibido ninguna clase de reparación.

No quiero dejar de mencionar el caso
Almería. El 10 de mayo de 1981 aparecieron los cuerpos calcinados de
tres jóvenes en un barranco de la carretera de Gérgal. La Guardia Civil
aseguró en un primer momento que se trataba de tres activistas de ETA,
pero en realidad eran tres trabajadores (Juan Mañas Morales, Luis
Montero García y Luis Manuel Cobo Mier) que habían sido confundidos con
los miembros de un comando. El teniente coronel Carlos Castillo Quero
ordena el traslado de los detenidos a un cuartel abandonado en
Casafuerte (Almería), donde once agentes participan en una sesión de
torturas que finalizará trágicamente. Los tres jóvenes mueren. Después
de descubrir el error, se intentan borrar las pruebas tiroteando y
quemando los cuerpos. Los cadáveres son descuartizados para
introducirlos en el Ford Fiesta, que será despeñado. Pese a la versión
oficial de Juan José Rosón, Ministro del Interior, según el cual el
coche se había precipitado al vacío durante un intento de fuga, sale a
la luz toda la verdad, pero sólo se procesa y condena a tres agentes,
incluido el teniente coronel Quero, que en 1987 ya disfruta del tercer
grado y en 1992 queda en libertad condicional. La familia de Juan Mañas
ha solicitado inútilmente a diferentes organismos que los tres jóvenes
torturados y asesinados por la Guardia Civil sean reconocidos como
víctimas del terrorismo.

LA MEMORIA HISTÓRICA

España no ha liquidado las cuentas con
su pasado. Aún hay calles, avenidas, plazas y estatuas dedicadas a
Franco y sus generales, pero más de cien mil víctimas de la represión
aún siguen enterradas en carreteras, cunetas o barrancos. Los restos de
García Lorca aún siguen en paradero desconocido. Ni siquiera se ha
creado una Comisión de la Verdad para hacer un relato objetivo de los
hechos. Ningún país europeo consentiría que se mantuviera en pie un
mausoleo dedicado a un criminal de guerra, pero en España sigue en pie
el horripilante Valle de los Caídos. Soportamos una monarquía que actuó
de forma incomprensible el 23-F. Estamos muy lejos de conocer lo que
sucedió realmente y cuál fue el papel desempeñado por Juan Carlos I, que
ha acumulado una notable fortuna personal desde su subida al trono, a
veces realizando negocios con figuras tan execrables como Mario Conde,
Javier de la Rosa, Manuel de Prado o José María Ruiz Mateos, todos ellos
procesados y condenados por diferentes delitos financieros. La revista
Forbes atribuye a la Corona una fortuna de 1.790 millones de euros.

El supuesto consenso entre las fuerzas
políticas implicadas en la transición se produjo en un clima de
coacción, donde el margen de maniobra casi era inexistente. El hecho de
que Manuel Fraga fuera uno de los siete padres de la Constitución sólo
pone de manifiesto la concurrencia de notables irregularidades. La
presencia de la izquierda (Gregorio Peces-Barba, Jordi Sole Tura) fue
minoritaria y, en algunos aspectos, simbólica. No se consultó a ningún
partido vasco y, por supuesto, ni siquiera se planteó su intervención en
la elaboración del texto constitucional. El PCE sólo logró su
legalización, acatando la monarquía y renunciando a cualquier
planteamiento revolucionario. No creo que se pueda hablar de traición,
pero sí de claudicación. La Constitución se aprobó en un clima de miedo.
Se planteó el “no” como un gesto de irresponsabilidad que podría
desembocar en una guerra civil. Treinta años después es imposible
afirmar que España ha transitado hacia una democracia real, efectiva. La
división de poderes nunca llegó a materializarse, pues en nuestro país
hay un régimen parlamentario y no presidencialista (como el de Francia o
México), donde se mezclan el poder legislativo y ejecutivo hasta
confundirse y desaparecer cualquier diferencia. El Consejo General del
Poder Judicial, la Fiscalía General del Estado o el Tribunal
Constitucional están sujetos a decisiones políticas que comprometen
gravemente su presunta independencia. Esta anomalía sólo es un reflejo
más de una transición deficitaria. El balance no es menos desolador en
otros ámbitos. El régimen de las autonomías no ha resuelto el problema
de España como nación histórica. Ni siquiera se planteó la posibilidad
de reconocer el derecho de autodeterminación y se crearon graves
desequilibrios territoriales. Los partidos políticos no reflejan la
voluntad real de los ciudadanos, con su modelo de listas cerradas y
verticales. El sistema D’Hont propicia el bipartidismo y contiene el
avance de la izquierda real. Se fomenta el personalismo al permitir la
reelección indefinida de los cargos públicos y se malogra de raíz el
pluralismo político. Se afirma que la Constitución permite tanto una
economía de mercado como una economía planificada, pero en las
condiciones sociales e históricas en que se gestó la apuesta por un
capitalismo liberal era inequívoca. La concentración de la información
en unos pocos núcleos empresariales ha contribuido a frustrar la
aparición de medios de comunicación verdaderamente independientes. La
aparición de la red ha posibilitado la circulación de medios
alternativos, pero la vigilancia de la policía y de un poder judicial
concertado con el poder político ejerce una coacción silenciosa sobre
los periodistas digitales. Siempre se puede cerrar un blog, una página
web o un perfil de Facebook con argumentos difusos o acusar de
terrorismo con cualquier pretexto. La doctrina impulsada en la Audiencia
Nacional por el juez Baltasar Garzón, según la cual “todo es ETA”, ha
convertido en terrorismo a cualquier iniciativa a favor del socialismo o
la autodeterminación en Euskal Herria.
EL PUEBLO, VIENTO DE LIBERTAD
A estas alturas, es ridículo sostener
que la democracia llegó a España gracias a la corona y los políticos
reformistas (Suárez, Areilza, Fraga). Los cambios se produjeron gracias a
las movilizaciones populares. Todos los que vivimos los años de plomo
de la transición, con manifestaciones multitudinarias donde la policía y
la ultraderecha colaboraban estrechamente para reprimir las ansias de
libertad, nunca olvidaremos a las víctimas, algunas abatidas por
pistoleros de Fuerza Nueva o los Guerrilleros de Cristo Rey; otras, por
la policía, como María Luz Nájera, de 21 años, que perdió la vida cuando
un agente le disparó a bocajarro un bote de humo, apuntando a su
cabeza. Se recuerda a los abogados de Atocha, asesinados el 24 de enero
de 1977, pero han caído en el olvido los nombres de Carlos González
Martínez, Arturo Ruiz, Yolanda González o Arturo Pajuelo. Arturo Ruiz
era un estudiante de 19 años que murió cuando un ultraderechista
argentino, que militaba en la Triple A, le pegó un tiro en un callejón
de la Gran Vía. En esa época, los grupos de extrema derecha se movían
por España a sus anchas, confraternizando con las Fuerzas de Seguridad
del Estado. El 13 de diciembre de 1979, la policía asesina en una
manifestación a los estudiantes José Luis Montañes Gil y Emilio Martínez
Menéndez. Podría citar los nombres de otras víctimas de la transición,
pero creo que la tragedia de Yolanda González simboliza el sufrimiento
de toda una generación de jóvenes que lucharon por la libertad y el fin
de la dictadura.

Yolanda González nació en Bilbao el 18
de enero de 1961. Hija de una familia obrera, militó brevemente en la
Liga Comunista Revolucionaria. En octubre de 1979 participó en la
fundación del Partido Socialista de los Trabajadores. Se trasladó a
Madrid, buscando un porvenir. Se matriculó en el Centro Profesional de
Vallecas y consiguió trabajo como empleada de hogar. Delegada de la
Coordinadora Estudiantil de Madrid, adquirió en seguida el
reconocimiento de sus compañeros de lucha política, que apreciaron su
capacidad de liderazgo. Secuestrada por Emilio Hellín e Ignacio Abad,
aparece con tres disparos en la cabeza en una cuneta cerca de San Martín
de Valdeiglesias. Los asesinos pertenecen a Fuerza Nueva. Ambos son
detenidos quince días más tarde. Hellín declara que la orden ha partido
de Martínez Lorca, ex guardia civil, jefe de seguridad de Fuerza Nueva y
estrecho colaborador de Blas Piñar. El atentado es reivindicado por el
“Grupo 41″ del Batallón Vasco Español, una de las hidras del terrorismo
de Estado. Algo más tarde, se descubre la implicación de Juan José
Hellín, hermano de Emilio y miembro de la Guardia Civil, y del policía
nacional Juan Rodas Crespo. Emilio Hellín relata que antes de matar a
Yolanda, le dijo al oído: “Aquí se acabó el paseo, roja de mierda”, no
sin haberla torturado previamente por el camino. Después de golpearla
salvajemente, la obligó a bajar del coche y le disparó dos tiros en la
cabeza. Ignacio Abad le propinó un tercer tiro de gracia. Yolanda
acababa de cumplir 19 años. El entonces diputado Juan Barranco declaró:
“Este asunto se achaca en su superficie a elementos de la extrema
derecha, pero va más allá y se relaciona con instituciones del Estado”.
Siempre se sospechó que detrás del crimen se encontraba la Brigada
Especial Operativa, dirigida por el comisario Manuel Ballesteros, un
brutal torturador de la dictadura franquista rescatado por el ministro
socialista del Interior, José Barrionuevo, para colaborar en la guerra
sucia contra los independentistas vascos.

Franco murió en la cama, pero España no
era un país resignado a la dictadura, sino una de las naciones de Europa
con más agitación social y con unos movimientos obreros y estudiantiles
más reivindicativos. Conviene recordar que en 1976 hubo 1.438 días de
huelga por cada 1.000 trabajadores, cuando la media en la Comunidad
Europea era de 390 días. En los sectores industriales, la cifra se
disparó hasta los 2.085 días. Estos números se repitieron en 1977. El
economista y ensayista Vincenç Navarro apunta que las protestas de los
trabajadores se habían agudizado a partir de 1973 y alcanzaron su punto
más alto en 1976, cuando el ministro de Gobernación, consciente de que
se habían perdido 150 millones de horas de trabajo a consecuencia de
17.731 huelgas, advirtió del “gran peligro que representaba tal
movilización para la continuación del orden constitucional”. En ese
momento, el orden constitucional estaba representado por la monarquía.
Los documentos del Ministerio de la Gobernación manifiestan claramente
la profunda inquietud desatada por las movilizaciones obreras. Juan
Carlos I decidió despedir a Carlos Arias Navarro y reemplazarlo por
Suárez para garantizar su propia continuidad al frente del Estado
español. Carlos Arias Navarro había presidido uno de los gobiernos más
represivos de la dictadura, generalizando la tortura y el asesinato
extrajudicial. En ese período, muchas huelgas y manifestaciones se
resolvieron con disparos de la policía, que mató a varios obreros con
una mezcla de crueldad e impunidad, capaz de justificar el rechazo que
aún despiertan en amplios sectores de la sociedad unos cuerpos
comprometidos durante décadas con la represión de los derechos
fundamentales de los ciudadanos.

La brutalidad empleada con los
indignados de Barcelona y Madrid en las concentraciones del 15-M pone de
relieve que ha cambiado el color del uniforme de los antidisturbios,
pero no su espíritu. El Tribunal de Orden Público trabajó sin descanso
entre 1970 y 1975, abriendo 12.000 procesos. Esa tendencia represiva aún
está presente en el primer gobierno de la Monarquía, cuando el Consejo
de Ministros aprueba la militarización de todos los empleados de
Correos, Telégrafos, Telefónica, Ferrocarriles, agua, gas y
electricidad. A pesar de la medida, prosiguen las movilizaciones y el
rey comprende la necesidad de un cambio para no repetir el destino de
Alfonso XIII. El aperturismo de Suárez hizo todo lo posible para
marginar a las fuerzas más reivindicativas de la izquierda y establecer
una democracia limitada, según ha reconocido Miguel Herrero de Miñón,
uno de los colaboradores más cercanos del nuevo presidente. El PCE
aceptó pasar a segundo término y el PSOE, con un papel irrelevante en la
lucha clandestina contra la dictadura, se comprometió a desviarse del
marxismo para no crear problemas. El gobierno de Felipe González
continuó con la tradición de la guerra sucia, creando los GAL y
recurriendo a militares de la dictadura, como el general José Antonio
Sáenz de Santamaría. Falangista de primera hora, Saénz de Santamaría se
ocupó de exterminar al maquis durante la postguerra, empleando
sistemáticamente la tortura y las ejecuciones clandestinas. Fue el
responsable de organizar los últimos fusilamientos de la dictadura el 27
de septiembre de 1975, desafiando a la opinión pública internacional,
que protestó contra un nuevo crimen de Estado. Director general de la
Guardia Civil y de la Policía durante el gobierno socialista, no
reconocería hasta 1995 la implicación de las Fuerzas de Seguridad del
Estado en la creación de los GAL y en sus últimos años ironizó sobre la
campaña contra Felipe González, señalando que el presidente socialista
se limitó a imitar a sus antecesores. La reaparición o permanencia de
ciertos nombres asociados a la dictadura y la represión cuestiona el
espejismo de un país democrático, sin violaciones de los derechos
humanos y una libertad sin coacciones ilegítimas. España necesita una
segunda transición o, mejor dicho, un cambio que nos aleje
definitivamente del franquismo, pero nada indica que se esté gestando
nada semejante. En 1975, el pueblo español luchaba en las calles por la
democracia, mientras los políticos reformistas y la casa real realizaban
ingeniería institucional para asegurar sus prebendas.

El 15-M representó la primera
movilización popular de un nuevo período, donde los perdedores de la
crisis económica exigen el fin de los abusos y las desigualdades. No se
ha conseguido nada, pues no existía una conciencia política con unos
objetivos claros y se agitó la bandera del apartidismo, sin advertir que
las banderas son necesarias para asaltar los cielos. El 15-M detuvo los
desahucios, pero de inmediato el poder judicial envió a los
antidisturbios para garantizar que las familias sin recursos acabaran en
la calle y se restableciera el orden público. No pierdo la esperanza de
que las protestas renazcan, con otro signo, rescatando el espíritu de
los que se manifestaron en los años de plomo de la transición. Ellos y
ellas, especialmente los que murieron asesinados por la ultraderecha o
las Fuerzas de Seguridad del Estado, son los verdaderos protagonistas de
un cambio político boicoteado por las instituciones heredadas del
franquismo. Su espíritu aún circula por las calles y las plazas,
recordándonos que los pueblos a veces se adormecen, pero nunca renuncian
a la libertad y la dignidad.

RAFAEL NARBONA
http://rafaelnarbona.es/?p=196
lunes, 24 de marzo de 2014
"Vamos a por ellos, coño", gritó un mando a los antidisturbios
- Lo que pasó el sábado en Madrid es un gravísimo punto de inflexión en la ya intolerable represión del derecho a la protesta y a la manifestación. Disparar pelotas de goma en una plaza con miles de personas, muchas de las cuales son ancianos y niños, se parece demasiado a una declaración de guerra.
23/03/2014 -
20:59h
Los antidisturbios cargaron violentamente el sábado
contra la Marcha por la Dignidad cuando aún no eran las 9 de la noche
(hora hasta la que estaba autorizada la manifestación), el coro de la
Solfónica cantaba en un escenario abarrotado y la plaza de Colón, el
paseo de Recoletos y las calles aledañas estaban llenas de miles de
personas, entre ellas numerosos niños y personas mayores. Lanzaron gases
lacrimógenos, apalearon con sus porras de metal recubierto, retorcieron
brazos con brutalidad, dieron patadas y dispararon sus asquerosas
pelotas de goma, que podrían haber dejado tuerto a alguien o matado a
uno de esos niños.
La versión oficial asegura que
todo empezó porque alguien lanzó objetos a los agentes. Pero los
portavoces oficiales no tienen, desde luego, la más mínima autoridad
moral para que creamos su versión. Si el Gobierno miente por sistema. Si
el Ministerio del Interior miente por sistema. Si han mentido sobre los
muertos de Melilla ante todos los medios de comunicación, ante los
observadores internacionales y en el mismísimo Congreso de los
Diputados, ¿cómo pretenden que creamos que la agresividad de los
antidisturbios no fue una provocación preparada con antelación?
No nos creemos la versión oficial porque el hecho de haber dispuesto
1.700 efectivos de la Unidad de Intervención Policial ya era una
declaración de intenciones: sabíamos que semejante e innecesario
despliegue significaba que iban a cargar. ¿Por qué, si no, tantos
antidisturbios para una convocatoria que, según Telemadrid (la misma
fuente oficial, a fin de cuentas), solo congregó a 4.000 personas? ¿Por
qué se produjeron los enfrentamientos justo a tiempo de enviar imágenes
violentas a los telediarios de la noche? ¿Por qué se produjeron a una
hora en la que la Marcha no había terminado pero al Ministerio del
Interior le daba tiempo de preparar un enlace con fotos y enviarlo a la
prensa para su publicación?
No nos creemos la versión
oficial porque ya hemos visto otras veces a sus esbirros infiltrados
entre los manifestantes para provocar unos enfrentamientos que interesan
al Gobierno. El sábado les interesaban especialmente, pues el Gobierno
necesitaba desvirtuar con violencia el éxito de la Marcha por la
Dignidad, que fue multitudinaria, unida en la diversidad y pacífica.
Tenían una poderosa razón para llevar a cabo esas bestiales cargas: si
no la lían ellos mismos, las fotos que habrían quedado serían solo las
de esa imponente masa de indignados. Ahora tenemos las de los destrozos y
las de unos encapuchados que parecen manifestantes violentos pero
ayudan a los antidisturbios a esposar a uno en el suelo (mientras, por
cierto, le aplastan la cabeza con un escudo policial).
No nos creemos la versión oficial porque, dos días antes, el presidente
de la Comunidad de Madrid, ese Ignacio González puesto a dedo a pesar
de estar relacionado con diversos delitos y de dedicarse a perseguir
periodistas, había comparado el contenido del manifiesto de la Marcha
por la Dignidad con el ideario político de los neonazis griegos de
Amanecer Dorado y había deseado que el sábado no se produjeran lesiones
“para nadie” ni contra “el patrimonio de todos”. Ante tal don visionario
y ante un análisis político de tal calado (que ayudó a enriquecer el
portavoz de su Gobierno, Salvador Victoria, catalogando las mareas como
“izquierda extrema” y diciendo que los sindicalistas andaluces “van a
Venezuela en business”), no nos sorprende que los suyos tuvieran
previsto reventar, sin más, la fuerza movilizadora de trabajadores,
parados, desahuciados y otros cientos de miles de ciudadanos indignados.
No nos creemos la versión oficial porque Cristina Cifuentes ya había
advertido en Twitter: “Acampar en Madrid está prohibido fuera de las
zonas habilitadas específicamente para ello, y las Fuerzas de Seguridad
harán cumplir la ley”. Es decir, tenía a sus huestes aleccionadas para
cargar en cuanto hubiera el más mínimo indicio de acampada, como así
fue: cuando los antidisturbios arremetieron contra la multitud, se había
empezado a levantar un campamento en Recoletos, previsto para
permanecer allí hasta el martes, pero unos minutos antes de que
empezaran las cargas, decenas de furgones policiales ya se habían
acercado a la zona donde se montaban las lonas. Cabe señalar la obviedad
de que una acampada, esté o no prohibida, no constituye en sí misma un
acto violento. Pero Cifuentes quiere demostrar al PP que tiene la mano
suficientemente dura para liderar el Ayuntamiento o la Comunidad de
Madrid como su partido considera que hay que hacerlo: a lo tonto, como
Botella; a lo mafioso, como González; o a lo bestia, como ella.
No nos creemos la versión oficial porque, aún en el caso de que fueran
alborotadores quienes comenzaron los enfrentamientos, los agentes
antidisturbios están ahí (les pagamos por ello) precisamente para
proteger el curso pacífico de la marcha y la seguridad de los
manifestantes, y no, al contrario, para poner en grave peligro su
integridad física y su vida. ¿Cómo pretenden que los creamos después de
enterarnos de que el hijo del golpista Tejero dirigía una unidad de
antidisturbios de la Guardia Civil hasta ser destituido por celebrar en
el cuartel el aniversario del 23F? Teniendo en cuenta que esa es la
clase de jefes que tienen los distintos grupos de “control de masas”,
encaja a la perfección el comportamiento violento de la policía
antidisturbios, a quienes el sábado en Colón uno de sus mandos jaleó al
tejeril grito de “vamos a por ellos, coño”.
No nos
creemos la versión oficial porque es el ministro Fernández Díaz, ese
ministro, el de la “ley mordaza”, el de las vallas de Melilla, el de las
mentiras sobre los inmigrantes ahogados mientras recibían disparos de
pelotas de goma, ese ministro, el que defiende la actuación de los
antidisturbios en Madrid y acusa a los manifestantes de atacarlos. ¿Es
que piensa que le resta un mínimo de credibilidad?
Lo
que pasó el sábado en Madrid es un gravísimo punto de inflexión en la
ya intolerable represión del derecho a la protesta y a la manifestación.
Es el peligroso estiramiento de la tensión entre una ciudadanía
pacífica y un Gobierno de creciente sesgo dictatorial, tensión que no se
ha vuelto definitivamente insostenible gracias al aguante, a la
resistencia, a la templanza y a la responsabilidad de esta ciudadanía.
Pero disparar pelotas de goma en una plaza con miles de personas, muchas
de las cuales son ancianos y niños, se parece demasiado a una
declaración de guerra. Viene a decir: “Podéis ser más de un millón y ser
pacíficos. Nosotros diremos que sois violentos y que no pasáis de
4.000. Pero eso no es todo: vamos a disparar y podemos dar en la cara a
vuestros hijos. Así que os lo pensáis antes de volver a la calle. Porque
vamos a por vosotros, coño”.
La izquierda, los inmigrantes y los derechos de los españoles
Santiago Alba Rico *

Este es el mito inmigrante, que se parece
bastante a la historia de verdad. Luego están los mitos de la
izquierda, siempre bienintencionados pero a veces un poco patéticos, que
pretenden que todos los inmigrantes son buenos, todos los negros
valientes y todos los extranjeros pobres víctimas de explotación y
racismo. Este mito es mitad carne y mitad pescado, pues al vincular
datos objetivos a datos subjetivos ignora el derecho de las víctimas a
ser astutas, violentas o incluso de derechas. De hecho, la explotación y
el racismo no suelen ayudar mucho a perfeccionar la condición moral de
quienes los sufren. Frente a los mitos inmigrantes y los mitos de la
izquierda, está luego el realismo de las derechas metropolitanas: los
inmigrantes degradan “nuestra” sanidad, “nuestra” educación y “nuestra”
seguridad. Es un hecho, ¿no? Es una evidencia, desde luego, de lo que yo
llamaría -con el mayor respeto hacia el gremio- “empirismo del taxista madrileño”:
de la experiencia vivida -un negro que le robó la caja del día, un moro
que intentó venderle droga, un ecuatoriano borracho que pegó a su mujer
en el asiento trasero- extrae las naturales conclusiones que luego
partidos, gobiernos y policías convierten en discursos políticos y
prácticas represivas. La experiencia es la experiencia y las
consecuencias son las consecuencias; y la consecuencia del “empirismo
del taxista madrileño” es la criminalización de Mamadou, convertido en
“enemigo interno”, y apaleado, encerrado y devuelto a Casamance con
esposas y magulladuras.
900 millones de personas se mueven por el mundo todos los años. No
son emigrantes. Son turistas que viajan libremente a Senegal, a Túnez, a
Tailandia, a Egipto por poco dinero y sin ningún peligro. Gastan poco,
destruyen los recursos locales y generan dependencias neocoloniales que
convierten a los nativos en inmigrantes en sus propios países, donde son
perseguidos y reprimidos como si estuvieran en París o Madrid. Esto
también es un hecho. Y sin embargo a nadie se le pasa por la cabeza
prohibir el turismo, no obstante la destrucción ecológica y social que
genera. Aún más: todo el mundo consideraría una medida totalitaria la de
un país del Tercer Mundo que, para proteger a sus conciudadanos de los
efectos comprobadamente perniciosos del turismo, impidiese la entrada a
los extranjeros que quieren ver las Pirámides o persiguiese y deportase a
los clandestinos que sorprendiese fotografiando el Tah Mahal. Pues
bien, entre esos 900 millones de turistas que viajan todos los años
(cifra 100 veces inferior a la de los emigrantes desplazados) muchos
pertenecen a las clases trabajadoras europeas. Cuando hablamos de
limitar o combatir la inmigración en nuestros países y de hacerlo en
nombre de esa clase trabajadora, estamos legitimando -y movilizando y
explotando- el voto insolidario de españoles -o italianos o franceses-
que reclaman su derecho a viajar a Senegal y, al mismo tiempo, su
derecho a impedir que los senegaleses viajen a España. Es decir, estamos
aceptando como natural un doble rasero de consecuencias materiales
éticamente más que dudosas: nosotros tenemos derecho a viajar a Senegal,
los senegaleses no tienen derecho a viajar a España. Más aún: nosotros
tenemos el derecho “universal” de viajar a Túnez y tenemos además el
derecho “español” de impedir a los tunecinos viajar a España. El
ministro inglés Benjamin Disraeli, muerto en 1881, gran escritor e
intelectual, hombre muy inteligente, enorme orador y también impulsor
de la política imperialista más agresiva de la historia de Inglaterra
(guerras coloniales de Afganistán y Sudáfrica, anexión de las Islas
Fidji, propietario del Canal de Suez, promotor de la coronación de la
reina Victoria como emperatriz de la India) lo decía de un modo muy
claro, con mucha valentía, sin ningún complejo: los derechos de los
ingleses están por encima de los derechos humanos.
Es un hecho que los inmigrantes “molestan” a la clase trabajadora
española. Molestan mucho menos a los ricos porque los ricos no viven ni
en España ni en ninguna parte, aunque luego hagan discursos
nacionalistas encendidos que les permiten seguir en ninguna parte, con
piscina y seguridad privadas. Pero sí, es un hecho: los inmigrantes
“molestan” a los trabajadores españoles. No nos preguntemos por qué; no
escuchemos el mito de Mamadou; no contemos historias. Vale. Pero sepamos
al menos lo que significa guiar nuestras políticas por la evidencia de
esa “molestia”. Porque es un hecho también que los inmigrantes van a
seguir llegando. Nos guste o no, van a seguir llegando; no somos ya una
nación “deseable”, como en los años 90, y el discurso anti-inmigración
(mientras nuestros jóvenes emigran a su vez) sirve de propaganda también
de la “marca España”, pero van a seguir llegando. Es un hecho. Vienen
huyendo de dictaduras que los tratan como inmigrantes en sus propios
países o del hambre o para mejorar su situación personal y las de sus
familias o sencillamente para correr una aventura juvenil. Están
reivindicando su derecho “universal” al movimiento, como el tornero o el
carnicero de Móstoles que van a Dakar. No nos hagamos preguntas, no nos
contemos historias. Pero sepamos que van a seguir llegando y que para
impedirles entrar tendremos que reivindicar nuestro derecho “español” a
movernos (nosotros) e inmovilizar (a los otros) y eso implica
-sepámoslo, sí- pactar con dictaduras siniestras para que los encierren
en campos de concentración o los hagan desaparecer en el desierto,
ponerlos en manos de traficantes de carne humana para que perezcan en el
mar (20.000 personas en los últimos veinticinco años, sin contar las
desaparecidas), instalar cuchillas en vallas de seis metros para que se
claven en ellas como aceitunas, encerrarlos en CIEs peores que las
cárceles, perseguirlos como a judíos por las calles del mundo, por su
color o su aspecto, y deportarlos esposados y drogados de vuelta a sus
lugares de origen. La izquierda es a veces aficionada a la demagogia,
pero las cifras dan cierta verosimilitud a la descripción del teólogo Hinkkelammert,
quien habla de un “genocidio estructural” en las fronteras. Sepámoslo:
eso es el derecho “español”, el derecho de los “trabajadores españoles”:
la complicidad en un “genocidio estructural”. ¿Alguien se atreverá a
defender ese derecho “español”, con valentía y sin complejos, desde la izquierda?
No lo creo. Si alguien pretendiera ganar votos defendiendo los
“derechos españoles” de la clase trabajadora por encima de los Derechos
Humanos, estaría pretendiendo ganar votos con la muerte, la tortura y la
exclusión. No lo llamemos “racismo”: no es por el color de su piel, es
que nos molestan, nos empobrecen, degradan “nuestra” sanidad y “nuestra”
educación y “nuestra” seguridad. ¿Cómo lo llamamos? Elijamos libremente
el nombre. Durante una conferencia sobre refugiados en 1938, el
delegado suizo justificó la negativa de su gobierno a aceptar fugitivos
judíos procedentes de Europa: “los suizos no somos racistas y no
queremos empezar a serlo”. No eran racistas: arrojaban los judíos a las
garras de los nazis.
¿Abrir las fronteras? Por supuesto. Ese es el programa mínimo de
cualquier izquierda que crea en la declaración de los derechos humanos,
un programa inseparable, sin duda, de la transformación de las
condiciones económicas y culturales de nuestros país y del mundo, lo que
implica trabajar con las clases trabajadoras, no copiar mecánicamente
-como hacen las ultraderechas europeas- el programa mental del empirismo
del taxista madrileño. Como bien explica Eduardo Romero [1],
el capitalismo es al mismo tiempo movilizador e inmovilizador; obliga a
huir, a reciclarse, a trasladarse y, al mismo tiempo, refuerza las
fronteras. Es decir, selecciona “mano de obra dócil y barata”. Pero
mientras no se cambien las relaciones económicas dentro de los países y
entre los países y se garantice el derecho a la libre inmovilidad,
fuente primera del derecho a la movilidad, debemos defender, como lleva
años explicando el periodista italiano Gabriele del Grande,
el derecho universal al libre movimiento. ¿Por qué? Porque si hacemos
una excepción con el derecho al libre movimiento, ¿por qué no hacerlo
con la vivienda, la educación, la salud, el habeas corpus, el voto,
etc?. No olvidemos que también es un hecho, empíricamente
demostrable, que no se puede pagar a los bancos y además la sanidad, la
deuda y además la educación, la corrupción de empresarios y políticos y
además una policía democrática.
¿Que abrir las fronteras puede ser el caos, que nuestras clases
trabajadoras nativas pueden tener que pasarlo mal? No tan mal, según los
datos: la mayor parte de la emigración subsahariana es intra-africana,
la mayoría de los inmigrantes son “temporeros” que quieren volver a sus
países de origen y España tiene una población escasa y vieja y mucho
espacio. Pero incluso si fuera así, si el resultado fuera el caos, habrá
que reprochárselo a nuestros gobiernos; que se lo hubieran pensado
antes de robarle su pescado y sus tierras a Mamadou en nombre de la
democracia y los derechos humanos. En esta cuestión no hay matices; no
se puede ser de “centro”. Todo el que se apoye en el empirismo del
taxista madrileño, en lugar de transformarlo, está haciendo lo mismo que
el Frente Nacional en Francia: está aceptando que los derechos de los
españoles están por encima de los derechos humanos y que hay que
defenderlos por cualquier medio. Esa es la lógica compartida por
todos los partidos del arco político europeo, con excepción -o así
debería ser- de la izquierda.
Y ahora, por cierto, que los españoles vuelven a emigrar, ¿qué
haremos para defender sus derechos “españoles”? ¿Cuáles son los derechos
“españoles” en el extranjero? O son los derechos “universales” o mucho
me temo que, a poco que España caiga a la tercera división de la
soberanía capitalista, nos devolverán a nuestros hijos esposados y
magullados, como le ocurrió a Mamadou, que creía estar descubriendo un
continente y descubrió el fascismo.
[1] Si vis pacem. Repensar el militarismo en la época de la guerra permanente. Textos de las jornadas Antimilitaristas de Barcelona, sept. de 2010. VV.AA. (Bardo Ediciones).
(*) Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su último libro publicado es ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? (Panfleto en sí menor) (Pol-len Edicions, Barcelona, 2014).
Suscribirse a:
Entradas (Atom)