Los
prejuicios nos ciegan con sus presuntas evidencias. Pero la antropología física
y biológica hace ya mucho tiempo que llegó a la conclusión de que no existen
razas en la especie humana. Sí las hay en otras especies, como los perros o los
chimpancés. No basta un color de la piel para hacer una raza distinta. Un
chihuahua blanco y un chihuahua negro pertenecen a la misma raza canina. Es de
suponer, para no liarnos, que, cuando hablamos de «raza», nos estamos
refiriendo a un cierto tipo biológico, fuertemente diferenciado dentro de una
especie viva. A lo que hoy habría que añadir que está determinado por los
genes.
Toda la diversidad biológica que podemos observar en
las poblaciones humanas pertenece por entero a la misma especie Homo sapiens.
Así lo ha confirmado el reciente estudio del genoma humano. La diversidad
genética de los humanos tiene una historia concreta, responde a la evolución de
la especie en su expansión por el planeta y su adaptación a los dispares
condiciones geográficas, climáticas y culturales, a lo largo de los últimos
diez o doce mil años. Se trata de una especie muy compacta, cuyo patrimonio
genético incluye toda esa diversidad, repartida entre las poblaciones. Ese
reparto de rasgos genéticos no se da por bloques homogéneos en cada población,
sino que la heterogeneidad aparece en el seno de cada una de las poblaciones.
Como afirma L. Cavalli-Sforza, uno de los directores del Proyecto Genoma
Humano, la «variación invisible siempre es grande en cualquier grupo, ya sea el
de un continente, una región, una ciudad o un pueblo, y mayor que la que existe
entre continentes, regiones, ciudades o pueblos. Así pues, la pureza de la raza
es inexistente, imposible y totalmente indeseable». De manera que hay mucha
mayor diversidad genética en el seno de cada gran población continental que la
existente entre una población y otra.
En concreto, la caracterización de cualquier población
sólo puede realizarse en términos estadísticos, mediante el perfil porcentual
de la presencia de tal o cual gen particular. Porque los genes se transmiten
sueltos y no en paquetes asociados, y además su proporción varía a lo largo del
tiempo. Esto hace que la identidad biológica humana se exprese fundamentalmente
a nivel individual. Las verdaderas diferencias genéticas son las que se dan
entre los individuos. Según qué rasgos se tomen en consideración, desde el
punto de vista genético, un individuo puede compartir más rasgos con otros
individuos de otras poblaciones (supuestas «razas») que con muchos de la propia
población. Por ejemplo, el grupo sanguíneo «0» se encuentra en realidad por
todo el mundo, y alcanza un alto porcentaje entre los zulúes y los bosquimanos
de Suráfrica, y los navajos de Norteamérica o los mapuches de Patagonia. Desde
este criterio, ¿habría que clasificar en una misma «raza» a todos los que
poseen el mismo tipo de sangre? ¿Y excluir de ella a la parte de la población
que no tiene tal rasgo? Es absurdo.
Según el rasgo o conjunto de rasgos genéticos
escogidos como caracterización de una «raza», resultarán otros tantos
agrupamientos de individuos, diferentes en cada caso. Es decir, resultaría que
una misma persona pertenece a una raza o a otra según qué rasgos utilicemos
para identificar una raza. Sigue siendo absurdo. Tal vez, en el fondo, la gente
sigue agarrándose a los estudios raciales del siglo XIX, que construían su
tipología racial en función de la forma de la cabeza y la cara, la forma de la
nariz, los ojos, labios y orejas y color del pelo, la piel y los ojos. En más
de dos siglos de debates no llegaron a ponerse de acuerdo más que en la
existencia de cuatro grandes razas continentales: caucasoide, mongoloide,
negroide y australoide. Más allá de eso, sólo aportaban un caos clasificatorio.
La opinión de la calle puede llegar a no percibir más que la diferencia
rudimentaria entre los «negros» y los demás. Pues bien, hay que denunciar estos
simplismos: diez o quince rasgos anatómicos visibles no son nada frente a los
rasgos invisibles y los 30.000 genes del genoma humano, verdadero objeto que
hay que indagar. Por lo demás, convendría indicar que no sólo los negroides (de
origen africano) son de piel negra: Lo son buena parte de los pobladores del
subcontinente índico, que son caucasoides; y no pocos amerindios del altiplano
andino, de procedencia mongoloide; y, claro está, todos los habitantes
aborígenes australianos.
Aun habrá que repetirlo insistentemente. El concepto
de «raza» es erróneo; «no se puede aplicar a la especie humana»
(Cavalli-Sforza). Las incesantes migraciones ocurridas desde la aparición de la
especie han creado una casi perfecta continuidad genética. Y la aceleración
contemporánea de las migraciones producirá una transformación genética de la
especie humana en el sentido de un mestizaje creciente. A largo plazo, habrá menos
diferencias aún entre unas poblaciones y otras, al tiempo que aumentará la
diversidad de los individuos dentro de cada población. En el futuro, la
diversidad genética de la especie se mostrará más ecuménicamente repartida.
Para la ciencia biológica, se derrumbaron ya las
especulaciones sobre las razas humanas. Sin embargo, los prejuicios raciales y
racistas permanecen muy arraigados y no pierden vigencia social, sin duda por
el poder de las apariencias y por una manipulación económica y política interesada.
Al no tener a mano el imprescindible análisis genético de nuestro congénere,
que nos desvelaría nuestra estupidez por encasillarlo racistamente, lo cierto
es que montamos nuestra teoría cazurra de las razas apoyándonos, más todavía
que en el tono de la epidermis, en la indumentaria, el peinado y los adornos,
el aseo o la suciedad, el buen porte o la mala pinta, los signos de la posición
social, las creencias, la lengua o las costumbres. Todos éstos son rasgos culturales
y no biológicos, curiosamente. Pero la idea de «raza» sigue viva en la
sociedad, vacía de contenido racial, biológico, como máscara para legitimar
toda clase de discriminaciones. Conserva tal vez el resabio biologista de
atribuir la discriminación social a imponderables determinados por la
naturaleza y la genética.
El racismo se ha definido por las relaciones
hostiles y xenófobas contra individuos o grupos humanos bajo el supuesto de
pertenecer a otra raza. En efecto, se trata de una actitud social que invoca un
falso fundamento biológico. Porque lo que de verdad existen son los racistas.
El racista expresa menosprecio hacia otras «razas», inspirándose frecuentemente
en el delirio de una identidad racial privilegiada. Los postulados racistas de
la pureza racial, la evitación de la mezcla y la consiguiente separación entre
razas, en otros contextos etiquetados como preservación de la «pureza étnica»,
o de una radical «identidad cultural», aparte de carecer siempre del presunto
origen puro y de ser a la larga algo inviable, conducirían a las afueras de la
humanidad. La interrupción del flujo de genes con otras poblaciones sólo
conseguiría que, si el aislamiento fuera muy acusado, durante mucho tiempo,
pudieran convertirse en especies distintas. No a otra consecuencia
arrastrarían, por ejemplo, si fueran estrictamente consecuentes, planteamientos
aberrantes como los del vasquismo de Sabino Arana, el nazismo de Hitler, el
nacionalismo étnico totalitario del serbio Milosevic: una prospectiva de
insularidad y autoexclusión de una «raza» fuera de la especie humana.
Yendo al fondo de la cuestión, conviene señalar que el
racismo radica básicamente en la idea misma de raza, en la creencia de que
existen razas como prototipos bien delimitados biológicamente, sea por el
fenotipo o por el genotipo. De modo que racista lo es en germen todo el que
cree que hay razas. Pues la idea y el sentimiento de pertenecer (o de que el
otro pertenece) a un «tipo» humano dotado con un patrimonio genético peculiar
no representa más que una derivación. Por eso no deja de ser racista el que
defiende los derechos de la «raza inferior», ni siquiera el que defiende la
igualdad de todas las «razas».
Así, observamos una gama de racismos. Está el que no
reconoce cualidad humana a la otra «raza», hasta el punto de justificar su exterminio,
o la expulsión del territorio, o la esclavización en propio beneficio. Otra
forma, más corriente, no niega la cualidad humana a los otros, pero la
considera de rango inferior, lo cual viene a legitimar el subordinarlos
jerárquicamente, o expulsarlos, o exterminarlos; o a veces, sentirse con la
misión paternalista de colonizarlos, evangelizarlos, «civilizarlos», elevarlos
a la verdadera humanidad. Finalmente, no está exento de racismo el punto de
vista que reconoce a los otros una cualidad humana equiparable, cuando
al mismo tiempo se enfatiza el derecho de cada raza a la diferencia y a la
permanencia aparte. Este enfoque es perfectamente compatible con los guetos,
las castas separadas, la prohibición de la exogamia, la segregación racial. Ahí
se piensa que todas las razas son iguales, pero cada una debe permanecer
incontaminada respecto a las demás, como raza pura. No es raro que este racismo
subyazga, lamentablemente, bajo la caritativa defensa de minorías culturales,
por ejemplo, bajo la defensa de la «identidad» gitana, encaminada a que sigan
siendo fieles a su «cultura» (vía por la que, de hecho, se refuerza su
marginalidad); y so capa de la defensa de la identidad de indígenas, hispanos,
judíos, albaneses, magrebíes, o aborígenes australianos...
En resumen, la idea de la paridad o «igualdad de las
razas» es una idea racista, por cuanto mantiene la creencia (genéticamente
falsa) en la existencia de razas dentro de la especie Homo sapiens. La
fórmula adecuada estriba en la afirmación de la igualdad radical de todos los
seres humanos, como miembros diferentes de la misma y única especie. Y es en
nombre de esa igualdad en el que debe plantearse la exigencia de unos mismos
derechos. Se trata de una reivindicación cultural e histórica. Porque ni la pobreza,
ni el hambre, ni la incultura ni la marginación están programadas en los genes.
Pedro
Gómez García es
catedrático de Filosofía de la Universidad de Granada
Ideal (Granada), 26 febrero 2001